15.6.12

LA TIGRESA


A pesar de estar corroído por la culpa, la vergüenza, los temores y angustias de todo tipo y de obtener, con algo de fortuna, una sensación física apenas perceptible, el macho está, sin embargo, obsesionado con follar. No dudará en atravesar un río de mocos o de nadar durante kilómetros por un mar de vómitos que le lleguen hasta la nariz si cree que del otro lado le espera un coño acogedor. Se follará sin dudarlo a una mujer a la que desprecia, a cualquier bruja desdentada y, lo que es más, incluso pagará por los servicios.
Valerie SOLANAS
Manifiesto SCUM (supuesto acrónimo de Society for Cutting Up Men)

Llegué a la estación de Atocha con bastante antelación. Como no estoy habituado a los desplazamientos en metro —antes, cuando nunca escaseaba la caricia anaranjada de un billete, me movía en taxi—, calcular en unidades de tiempo la distancia recorrida a lo largo de las líneas subterráneas se traduce para mí en un eterno despropósito: demasiado pronto o demasiado tarde. Dado que a pesar de las emanaciones glandulares compartidas en la estrechez del vagón mi humor todavía era benigno a los congéneres, y a esa hora de la tarde el trasiego de personajes prometía un paisaje entretenido dentro de su abigarrada monotonía, en vez de administrarme el quinto café de la jornada en alguna de las ortopédicas terracitas, preferí establecer mi atalaya en una de las plataformas que se alzan sobre los famosos jardines llenos de monsteras, helechos gigantes, galápagos eslavos con visibles tatuajes machoalfistas y aspecto de postular en céntimos de sangre el coste de sus negocios. Poco me duró el anticipo del espectáculo, pues alguien me reconoció por la trasera e interceptó mi atención con un timbre de voz que hacía más de diez años no percutía mis tímpanos: Teresita Ojos Lejía, llamada así por su habilidad para dejarte lívido con el afilado tajo de la mirada. Conocía de antaño su acerada militancia feminista, y como su inteligencia de arpía era más fogosa que la mía, sus argumentaciones no sólo me resultaban agotadoras, sino extrañamente irrefutables. Con ella no valían evasivas ni medias tintas, cualquier defensa lógica era triturada por su ingenio hasta obtener la absurda quintaesencia de las últimas consecuencias, que te arrojaba a los pies como el símil del cadáver en que quería verte convertido mientras emitía una carcajada a medio gas a la que no había forma humana de sacarle la gracia. No hubiera necesitado ingentes recursos de agudeza para improvisar una excusa que me zafará del encuentro, pero cedí a la tentación de dispersarme al comprobar con curiosidad ginecológica que el tránsito por la madurez había favorecido su figura dotándola de abundantes formas y volúmenes armoniosos, además de conservar los altos senos, las pecas picaronas y esa furiosa melena roja que, empuñada por sus ideas, siempre refulgía como una antorcha incendiaria. 

— No digas nada, no soporto las convenciones idiotas que acostumbran a usar los tíos en presencia de una mujer poderosa —bonita manera de proclamar su victoria antes de la contienda. 
— A decir verdad, he estado a punto de evitarte. 
— ¿Y por qué no lo has hecho? ¿Te han faltado cojones para decidirte, machote? 
— He sentido... 
— Morbo. 
— Intriga. 
— Sorpréndeme. 

Y salí de la trinchera.

— Me preguntaba si como monja guerrera que eres, al haberte entregado desde jovencita a la sagrada causa de la vagina dentada, seguirás siendo virgen a tu edad —entonada con esmero de verdugo, sonó aún peor. 
— ¿Por qué? ¿Se te pone dura imaginando que puedes ser tú quien me rompa el himen? 
— O sea, que lo eres. 
— Para ti, por supuesto. Virgen e intocable. 

Reímos al unísono a la vez que sentimos la embestida inesperada de una ola de mutua simpatía que bajo ningún concepto estaríamos dispuestos a admitir, pues nuestro respectivo orgullo constituía parte de su encanto. Cuando callamos, me indagó pausadamente sin dejar de esbozar una sonrisa con sus ojos selváticos. Para saborear otras combinaciones del fruto de su clarividencia, con la que parecía disfrutar de un ronroneo apacible, extrajo de su bolso la industria necesaria para liar un cigarrillo de tabaco trabado con una sustancia cuyo aroma delataba la más noble procedencia oriental. Ambos sabíamos que allí no se podía fumar, pero ¿quién es el tonto que estropea por voluntad propia la sensación mágica de lo fortuito con la mención de disposiciones legales?

— Tranquilo, mientras me guarde de atufar a los señores viajeros de ahí abajo no me interrumpirán. Paso a menudo por aquí y me consta que los responsables de custodiar la estación son heteros que fantasean con la sustitución de mi petardo por sus asquerosas pollas. Les da vidilla verme fumar. 
— ¿No será ese exceso de seguridad en tu atractivo un modo de disfrazar tus complejos de amazona intangible? —mi sorna salió almibarada.
— No me vengas con chorradas. Tú mismo, a quien nunca he tenido por burro, has coqueteado mentalmente con mi cuerpo. 
— Es cierto, y no sólo con tu cuerpo. En el pasado, más de una vez me masturbé componiendo escenas en las que al fin te sometía para proporcionarte la sorpresa de un enorme placer sin precedentes. 
— En el fondo, todos sois unos violadores.
— Y también en la superficie. Necesitáis vernos así para poder justificar vuestro deseo de exterminarnos. En breve plazo, hasta la infidelidad se castigará legalmente como el peor de los maltratos.
— No flipes.
— Sabes que los hechos tienen la mala costumbre de darme la razón.
— ¿No querrás que te aplauda desnuda para celebrarlo?
— Me parece una oferta excelente.
— En las relaciones de poder entre hombres y mujeres, hay cantidad de hechos que escapan a la razón, que es un atributo sobrealimentado por los hombres, quienes en su fuero interno se saben impotentes sin ella. La razón es vuestro falo intelectual. Tener la razón de tu parte no te exime de las carencias típicas de tu género ni borra las secuelas de la dominación machista.
— No te pongas fanática —con mi más estiloso instinto pacificador, le mostré las palmas de ambas manos.
— Ya. Y ahora me soltarás aquello de que el peor enemigo de las mujeres son las mujeres.
— No lo tenía previsto, aunque me viene como un guante.
— Pues siento decirte que así es —volvimos a reír—. Te contaré un secreto: la razón profunda para que no acabemos con vosotros es que estáis destinados a cumplir una función expiatoria como enemigos. Privados de vuestra presencia, que por lo común resulta insufrible, pronto nos arrancaríamos el pelo unas a otras. 
— Me sorprendes. ¿Cómo has podido matar a la sor castradora que había en ti? —noté que mis gestos faciales irradiaban una complicidad bien recibida.
— Una feminista es alguien que cree conocer en toda su dimensión a los hombres porque adolece de no saber casi nada de sí misma como mujer. Hace mucho que dejé de ser feminista, se vive más libre siendo femenina. 
— ¡Bravo! —tuve ganas de abrazarla por pura camaradería, pero me contuve—. Rara es la mujer que en a la actualidad no se queja en mayor o menor grado, descarada o solapadamente, de la insatisfacción que le produce vivir en un mundo que sigue liderado por y para los hombres incluso después de haber experimentado sucesivas transformaciones en beneficio de la liberación de la rutina frente a los valores patriarcales.
— Puedo asegurarte en confianza que se trata de una queja vana, al menos en los países menos cerrados del hemisferio norte donde las mujeres pueden tomar decisiones. Una queja que a menudo también encuentro injustificable, porque si las tías fuéramos capaces de organizarnos para acordar una huelga de coños general e indefinida, dejándolos clausurados para el coito y para el parto, conseguiríamos reduciros a vosotros, los varones, a la más bochornosa esclavitud. 
— No puedo estar más de acuerdo. ¿Y por qué no sucede? 
— Piensa un poco, calvito...
— Así, a quemarropa, se me ocurren varias causas. ¿Será porque las hembras están condicionadas para ignorar la fortaleza intrínseca de su sexo? —tomé aliento— ¿Por el miedo a la hostilidad masculina que implicaría decretar ese chantaje huelguista de abstinencia sexual y esterilidad? ¿O, quizá, por una experiencia enajenada del erotismo imputable a las condiciones que las democracias de supermercado infiltran a través de los medios de manipulación en las relaciones entre géneros? No sé, puede que hasta haya un curioso fenómeno de compasión hacia su rival histórico. 
— Sin negar la corteza de evidencia que pueda haber en lo que comentas, lo dudo; por contra, la respuesta es tan obvia que pasa casi desapercibida. 
— Dispara. 
— Uno de los mayores inconvenientes de la feminidad, especialmente en las hembristas que la interpretan de forma beligerante, es la de no entender el poder de su sexo, que para ellas sólo sirve de prolongación a los usos que los machos quieren hacer del mismo. Su propia indignación moral es la principal responsable de ocultar a las mujeres la entidad de su ser, de malversar sus vigencias y latencias. 
— Eso, o que todavía existe una mayoría de ovuladoras dispuesta a asumir los riesgos y humillaciones de la sumisión antes que atreverse a emprender el camino inexplorado hacia una cultura del placer emancipada de la naturaleza.
— No te pases. Conozco a la perfección los resortes psicológicos de las mujeres que se sienten discriminadas con motivos o sin ellos.
— Entonces, tampoco me negarás que con frecuencia las mujeres ven fantasmas donde sólo hay sombras... las suyas. 

La hostia que me aplicó produjo una resonancia provista de dignidad teatral por encima del rumor ambiental. Para ser honestos, lo estaba buscando. Mi revancha inmediata fue morderle el cuello, justo por debajo del lóbulo de una oreja, con la intensidad precisa para que se aviniera a concluir la conversación con la apertura de otro horizonte dialéctico:

— En mi casa no puede ser. Comparto cama con dos hombres y un tercero complicaría las cosas.

Entre las extravagancias de rico que me daría si lo fuera, la de sentarme desnudo en la escultura sadopop de Allen Jones para silbar al desgaire alguna travesura

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