20.11.14

APOSTILLAS AL DESENCAJADO

Tal es la miserable condición humana, que no queda otra salida que o reírse o dar que reír como no tome uno la de reírse y dar que reír a la vez, riéndose de lo que da que reír y dando que reír de lo que se ríe.
Miguel de UNAMUNO
Amor y pedagogía

Con la erudita prosa que es marchamo de su casa y solaz para el visitante que no viaja apresurado, en su entrada más fresca debate consigo el oblomovista Juan Poz acerca de las lecturas aplazadas que lo reclaman desde anaqueles y archivos, donde el polvo al polvo del tiempo finito que apremia infinitivo por otros frentes hace tejuelos de aplazamientos sucesivos. Tema libresco, por tanto, que este amante de las granadas —de huerta y de biblioteca, no aventuren carnicerías—, a quien gané en un reto nada azaroso los lindos euros que invertí en los Escolios de Gómez Dávila, aprovecha para ir desglosando algunos de sus incesantes apetitos literarios, al hilo de los cuales hasta me lanza un guiño parabólico al que quiero corresponder en generosidad, aunque frustre las impresiones razonadas que espera de mí sobre la obra del colombiano, a la que alude por estar incluida en su larga lista de futuribles. Me excusará, seguro, esta eventual omisión, máxime cuando a fuer de nobles gestos el intercambio de ideas pueda servir de acicate para un sincero esparcimiento. Mentiría si declarase haber recorrido en más de un tercio el apretado volumen de mil cuatrocientas páginas que Dávila se tomó una vida en componer con la trama de sus filias y la urdimbre de sus fobias, a veces permitiendo entrever los libros que desfilaban ante su quirúrgica mirada; es volumen intenso y extenso, destilado para degustar a sorbos y disgustar a torvos, y además comparte la simultánea apertura de lomos con otra docena de ejemplares en los que me sumerjo con menos asiduidad de la que tenía por disciplina antes de precipitarme en la edad angosta que subrayamos, con más dureza que vergüenza, bajo el eufemístico antifaz de la madurez. Que llegados a esta etapa de la peripecia existencial el decurso se comprime no es secreto, ni brinda excusas a los propósitos sólidos, ni por ello deja de asombrar a quien se descubre inserto en la fugacidad sobrevenida. A mis jornadas les faltan horas y, más que nada, los momentos dilatados en esa nocturnidad que invita a concentrarse en aquello que el día excluye de su tributo regular a los ritmos de la ecúmene. Ahí están, como lección impúdica de mis interrupciones, mareados en la montura de mi actual dispersión, los Errores celebrados de Zabaleta, Armas, gérmenes y acero de Jared Diamond, La presencia del pasado de Rupert Sheldrake, Historia de la melancolía de Jackson, La religión y la nada de Nishitani, Golem XIV de Stanislaw Lem y las trapacerías expuestas en la Vida del falso nuncio de Portugal de Alonso Pérez de Saavedra, por citar algunos de los tomos que diviso apiñados en la mesita contigua a mi confesionario. Contemplo el panorama y creo, por un instante, estar releyendo al benigno Joubert cuando pensaba que «el mayor defecto de los libros nuevos es que nos impiden leer los libros viejos».

Si en sentido bárbaro la riqueza de las naciones puede calcularse por el número de cabezas de ganado humano que pueden emplear los propietarios del complejo social, la de una testa intelectora podría tasarse —desde luego no en términos cuantitativos— por los autores que con su savia han echado raíces en ella. Al menos esto es lo que pensaba antes, porque abono serias dudas en el presente sobre las ventajas de dar prioridad al leer sobre otras dimensiones del vivir. Voy teniendo por bulimia de vanidades el andar hozando de continuo en el terruño de las gramáticas ajenas, hábito que siento me quijotiza más de lo que quizá sea menester para entenderse y hacerse entender, pues no va más allá de estas habilidades lo que podemos exprimir al hipocrático ars longa. Y si es cierto que el saber desocupa el lugar que la ignorancia tiene asignado por defecto, lo hace ocupando el tiempo que restamos a otras actividades y, por supuesto, al reposo, cuya carencia nos persigue en la adultescencia como una sempiterna amenaza de modorra. Una vez cruzados los umbrales de lo concebible, uno debería preguntarse por qué sigue leyendo. Revalidar o refutar las creencias que tomamos por certidumbres, modelar mejores argumentos para las actitudes que consideramos justas, ensayar otras perspectivas que reduzcan las fricciones, inseguridades y deficiencias de la nuestra o procurarnos distracciones que incrementen nuestras posibilidades de expansión son, desde luego, persuasivas respuestas que no agotan la pesquisa. La literatura se comporta como una droga de efectos dispares e incluso antagónicos; es capaz de proporcionar inmensas satisfacciones constructivas a la par que un disparatado ruido de fondo. Se puede estar intoxicado de letras, una clase específica de polución ocasionada por los juicios ajenos que se instalan en nuestro inconsciente, desde donde se filtran a otras áreas de la personalidad por caminos rara vez escrutables y con resultados no siempre dignos. Conviene advertir que la propagación de la necedad busca acreditarse recurriendo a los mismos medios que se tienen por patrimonio de sabios, y un modo de detectarla es que, al contrario que el conocimiento, cuanto más se reparte, más le toca a cada uno. Agrega esta necedad, igualmente, su dosis de anestesia a la invención del mundo que apellidamos real, donde a menudo me veo como perdido en el dédalo de una biblioteca inabarcable y desordenada que me exige orientación para localizar, si cabe, la materia a la que pertenezco, más no poco tiento para apartarme de la sed de fuego que define a los partidarios de las lecturas restrictivas: los fanáticos de un libro son, con creces, quienes más frutos nacidos de la imprenta han destruido, su éxito depende de eliminar los vehículos que permiten otras maneras de leer en los hechos.

Con todo el encomio que inspiran, hoy no obtengo de los libros el ánimo suficiente para formular un panegírico de esa fracción analógica de la realidad a la que tanto debo —sería un oprobio negarlo—, mas tampoco propiciaré invectivas contra el acervo paginado al que he sacrificado opíparas raciones de vitalidad. Para más o para menos mal, soy los libros que he leído y en cada párrafo que escribo me deslío a pesar de constatar que no soy tan mañoso como quisiera en el dominio de mi lengua natal, limitación que se suma al hecho desecho de haber desaprendido los idiomas auxiliares con los que coqueteé, por no abundar en la indolencia que me lleva a postergar el imprescindible adiestramiento para leer en sus hablas vernáculas las obras que admiro en sus versiones traducidas. Para lengua virtuosa, acaso valga el dialecto ágrafo que he destinado a mis amantes —¿me desdecirán ellas?

Los libros imprimen forma a la inedia atávica con que uno tiende a deformarse en lo que vive. Es posible que lo fascinante y lo tenebroso de los nutrientes culturales que extraemos de cuanto leemos constituya un reino de atributos indisociables, ambivalente como ha de sernos el tesoro genuino, y puede que no se halle entre lo peor que nos depara la experiencia de cohabitar con palabras inmortales la facilidad con que se desdibujan en la memoria, merma que nos obliga a repensar, sin soportes conceptuales ni bastimentos imaginarios, todo lo que dimos por asimilado.

Hace escasos días estrené un cartapacio encuadernado con piel de salamandra —ruego se admita la palpable falsedad de esta imagen—. Lo uso por ambas caras bajo la batuta de una doble función: en el anverso, que he rubricado como Cartas de gratitud, anoto punto por punto los favores aceptados que merecen ser recordados, mientras que en el reverso, Cartas de batalla, a semejanza de los memoriales de agravios redactados por los notables que singularizaban de esta suerte sus guerras, me he propuesto hacer cómputo de las ofensas recibidas, si bien no hasta el extremo de pronosticar el modo de vengarlas: pésima noticia daría de mí acusándome de lo que, por naturaleza, suelo dejar correr con mejores tintas. Aquí, como en cualquier campo, procuro someter la magnificencia de los detalles al arbitrio de una armoniosa proporcionalidad; lo comento porque en la sección de gratitudes he alojado al escrutador y no tan desencajado artista Juan Poz, responsable de provocar en mí este torrente verbal.

Termino ya con una aclaración que he estado tentado de obviar por amor al apropiado disimulo. Según parece, el chivato de tráfico que corre en el blog de Juan me identifica como residente en Miguelturra y es lógico, por consiguiente, que en su artículo me haya mencionado como miguelturreño o churriego, que es el gentilicio heterodoxo de los criados en esos andurriales. La causa de este malentendido se explica porque la casa donde me guarezco junto con mi colección de fantasmas, situada a varios kilómetros de cualquier colmena urbana, recibe la conexión a internet a través de un sistema inalámbrico cuyos proveedores tienen el nodo dentro del término municipal de dicha localidad. No encontraría embarazo en admitir que soy oriundo de la patria chica de donde decía provenir el único paisano que intentó cubrirse de gloria abusando de Sancho Panza cuando gobernaba Barataria —véase el capítulo cuarenta y siete de la segunda parte—. Mis coordenadas de origen, no obstante, distan sólo cuatro carreras de allí, en la Villaplana que Antonio Heras retrató en la novela Vorágine sin fondo, la misma insufrible ciudad que esbocé por mi cuenta antes de tener barrunto del ilustre precedente. Publicado por Espasa en el año de sangre 1936, el libro relata las caspas y miserias de un ambiente que apenas ha cambiado en lo esencial: el prójimo dotado de talento, autonomía y sensibilidad ha de emigrar por las bravas o arrostrar la maldición de malograrse entre modregos para acabar muriendo de tedio, cuando no estrangulado por los tentáculos del asco.

Corona el texto Naturaleza muerta con globo, libros y seda china de Jan van der Heyden.

2 comentarios:

  1. ¿Y qué ha de decir el Desencajado, sino que ha de hacer? Llevarme las apostillas a mi propio blog ycopiarlas íntegras en una nueva entrada. ¿Por qué no lo hago? Porque no puedo importar el contexto del sitio, que tanto ayuda a la creación del ambiente en el que se ha de leer una reflexión de tanto alcance y con un estilo que a fuer de cercano, me parece hermano. Sí haré, sin duda, abrir una entrada en mi modesto Diario y pregonar la existencia de la presente, sin más. Espero que los pocos "intelectores" que la visitan acepten la invitación para disfrutar como yo lo he hecho. De la lista de lecturas de las que estamos pendientes... solo he leído los Errores celebrados y me confirmó la enorme altura aforística de Zabaleta. A mis alumnos, en su momento, solía leerles el inicio de uno de ellos: "Quien quiera trabajar, descanse", para provocar el aullido de los lobeznos...
    Muchas gracias, David, por las apostillas, que hago muy mías.
    Y también por la descripción insuperabe y despiadada de la Royal City. Una de las pocas ciudades españolas que no conozco. A Teruel fui porque me costaba ubicarla en el mapa, y me enamoré de Albarracín, sin embargo. He vivido en ciudades pequeñas similares y no me resulta ajeno cuanto expones.

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  2. Con tu próspera acogida has vuelto a lograr que me sienta recompensado por esta oficiosa adicción de ayuntar palabras. Y si pregonar la entrada en tu suculento Diario supone introducir más fatiga en las labores que conlleva sustanciarlo, me aliviaría que no lo hicieras, pero si crees que la confidencia merece el fomento, por favor, no dejes de hacerlo.

    En el improbable caso de que tu curiosidad geográfica y caracterológica te traiga hasta el redondel dantesco de Royal City, cuenta conmigo para suministrarte las pistas que estimes oportunas.

    Un abrazo.

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